martes, 2 de junio de 2009

Como las plantas que crecen en las ruinas... las palomas



Ya es suficiente salir de casa a las 6.30 de la mañana, cuando el día es noche y azul, como para tener que soportar además...
Cualquier cosa. Cualquier cosa es difícil de soportar a esa hora.
Confieso que me siento una delincuente, la más indigna, indigente, miserable. La más desgraciada. Con el autoestima pisoteado.
Con un grado de temperatura, que es casi la ausencia de temperatura. Un grado es nada.
Qué fría es la nada.
Así ando por la calle, gélida y desgraciada.
Es obsceno.
Muy poco decoroso.
Resulta que una vez que he tenido la mitad del recorrido ganado, en el andén del tren dan aviso (con total impunidad) que el servicio está suspendido. De manera que no solo llegaría tarde a trabajar sino además quedaría varada ahí, en medio de esa nada de temperatura y a oscuras.
Así sentí mi espíritu.
En estos casos, cuando necesito salir un poco de mi para no fastidiarme de más, comienzo la clásica observación de cuanta cosa estuviera a mi alcance.
Así me distraje.
Muchos de los que esperaban conmigo alguna noticia, o gestaban cambio de planes, se veían malhumorados.
En un momento (no recuerdo cuanto tiempo pasó... o una paloma en la vía) anunciaron un tren que llegaría apenas hasta la estación a la que tenia que ir.
Eso fue una suerte.
Al subir me gobernó la sensación posterior a una desgracia frustrada. Bueno, esto pasa a menudo. No fue para tanto. Es cosa de todos los días.
Era cosa de todos los días.
A pocos metros de llegar a la estación final, el tren se detuvo. Pasó tiempo. Bastante.
Parece que no arranca mas. Con certeza... no va a volver a arrancar.
Mientras... repasaba mentalmente las actividades que me esparaban a lo largo del día. Los pequeños excitados, alterados, graciosos. Las reuniones, las palabras vacías... y esta pierna.
Catalina ahuyentándome moscas, trayéndome nuevos insectos. Los viajes atiborrados de gente como pecas. Los libros durmientes en mi mochila.
Ya todos estaban calmos. A rigor de verdad, estaban resignados. Miraban el reloj sin un solo gesto. Lo que para mi fue suficiente expresión.
La resignación. La nada. El fastidio cotidiano... naturalizado.
Por qué yo no lograba naturalizarlo?
Por qué no podía evitar la ira que me subía por el esternón?
No voy a negar que por momentos, en ese ambiente compartido, tan compartido, íntimo, imaginé que me enfermaba de alguna gripe alternativa. O cualquier peste.
Otra vez por la ventana una paloma.
Me vuelven al micro ambiente del vagón las toses, los estornudos. Otras pestes.
Tampoco supe cuanto tiempo pasó desde que el tren se detuvo.
Sólo escuche la voz desde algún vagón lejano. Dale la puta que te parió!!
A quién "dale"?
Quién había gritado?
Por qué?
Si ese grito no era una orden... para qué?
Para romper con la resignación?
Porque finalmente la resignación ahoga?
Sería la válvula de escape a tanto maltrato inmerecido?
El grito no resultó.
Pero de inmediato... como devueltos a la realidad, todos reíamos a lo campeón.
Esta vez la paloma me gustaba. Y ya no era noche. Ni azul.