lunes, 29 de marzo de 2010

PECADOS CAPITALES

Es buena suerte encontrar bares abiertos y gente aún en los bares a las 10 de la mañana, seguramente con muy poco quehacer diario, con pocas ambiciones en la frente. Apenas una silla en una mesa de un bar donde sentarse y después encenderse un cigarrillo, si es que a uno lo dejan en estos días en que tanta sanidad me desorienta. Entonces, soltar humo por la boca es como una mentira grande, me gusta, eso no dudo, pero también me arde la garganta y lo disfruto, y ese olor otra vez. Mientras veo esa humareda pienso que me lo voy a llevar entre los hilos de la remera. Decía... encenderse un cigarrillo y pedir una café doble.
En la mesa que se encontraba a mi derecha, la más próxima, estaba sentada una señora con lentes oscuros, grandes y un pañuelo en la cabeza. Hablaba por teléfono en voz bastante elevada y me sorprendió el tono categórico de la conversación. No era linda, pero tenía la belleza de las tragedias naturales... cierto aire de señora inalcanzable.
A pesar de la abundancia de ademanes y sonidos de la mujer, me quedé impresionada por otra de más allá, en la mesa contigua. Lo asombroso de la escena era el rojizo de su cara, estaba furiosa. Pidió que le cambiaran tres veces el pedido y de manera muy grosera, se la veía fastidiada y con los ojos rojos. Cuando volvió del baño, la escuché insultar en voz baja y me dio pena.
Justo en una mesa frente a mi, había una chica joven, con el aspecto algo desprolijo, pensé que podría estar enferma o sentirse mal, estaba pálida y tosía con frecuencia. Cuando llegué, ella ya estaba ahí sentada y parecía haber terminado de tomar su te. Tenía la expresión de quién transita cotidianamente por rutas pequeñas, cortas y aburridas.
En el momento en que la del pañuelo le hizo un gesto al mozo, yo giré mi cabeza y no vi entrar a una pareja, los escuché llegar. La chica era muy bonita, sensual, algo primitiva, tenía un misterio que me invitaba, un vestido corto y botas con tacos interminables. Yo guardé mi compostura y me quedé en mi mesa. En cuanto al muchacho, no puedo decir mucho, al minuto de llegar, estaba nuevamente debajo del sol de la mañana. Rápidamente, tres fueron los mozos que se acercaron a su mesa.
Cuando llegó mi café doble, que se demoró por la última chica que entró al bar, recordé que además yo también estaba ahí. Y a lo mejor alguien escribiría en un blog sobre mi... quién sabe.
Lo cierto es que quise tomar cada detalle que me parecía asombroso, admirable, digno de recordar y mientras más fuerza hacía por tomarlo y querer retenerlo, más líquido se volvía.
En un momento, tanta antropología me ahogó un poco y miré hacia afuera y arriba, es decir, miré el cielo. Estaba con nubes, y también las nubes son una suerte cuando uno ya no quiere pensar en las personas.
Pero ya que el camino está transitado, continúo con el relato.
Había dos mesas más y una desocupada. Al lado de la desocupada, otra con una mujer grandota que no paraba de comer, en lo que me había llevado medio café doble, ella se había engullido tres porciones de tortas, además de dos tazas de café con leche y un licuado de naranja. Trataba de no mirarla mucho porque me hacía sentir un poco mal. Entonces, volví a la que tenía en frente, se había sacado las zapatillas y parecía jugar con los deditos. Estaba reclinada en la silla y yo la veía cada vez más abajo, la nariz le rozaba el vaso. Me daba gracia.
La chica de las botas se paseaba intentando seducir a todo el mundo, sin buen resultado. Cada uno estaba en su mundo no se miraron nunca, nunca ninguna mirada, excepto la mía, se cruzó con otra. Eso es totalmente extraordinario.
Me queda una mesa por contar, ahí estaba una señora mayor que además de quejarse por los precios, tenía voz de mentira y cara de ave, algo así como un cóndor de voz aguda. Buscaba contínuamente cosas en la cartera, sacaba plata de una billetera y la ponía en otra, acomodaba tajetas prolijamente, las sacaba, las limpiaba con servilletitas de papel y las volvía a guardar. Tenía los dedos finos y largos, imagino que fríos. Me ponía muy nerviosa. Todos me ponían nerviosa. Esa especie de otredad humana. Tan humana que me resultaba insoportable, doliente. Angustiante como un techo bajo.
Apuré el café, que ya estaba frío. Pedí la cuenta, nadie me oyó.
Miré nuevamente a la calle y pasaba un nene que seguramente viviría ahí, no estaba bien. Lo vi cansado, triste, con hambre. Se detuvo unos segundos en la vidriera del bar. Nos miró a todos y escupió el vidrio. Se fue tranquilo, caminando despacio, todos lo advertimos, menos la del pañuelo.
La señora tan enfurecida, pagó y se fue maldiciendo. Yo volví a llamar al mozo y al parecer de una manera llamativa, porque varios levantaron la mirada y me miraron, por supuesto no la del pañuelo. La gordita seguía comiendo.
El mozo me trajo la cuenta y rápidamente fue a la mesa del cóndor con voz aguda. Estuvo un largo rato explicándole los detalles de la cuenta y avatares de la economía y finalmente cedió, pagó y se fue sin dejar propina.
En cuanto a la bonita de las botas, se acercó a la barra y ahí quedó.
La chica de la desidia en la piel quedó semi dormida estirada incómodamente en su silla, pero esa especie de duermevela le duró poco.
Le pagué al mozo cuando se acercó, guardé mis cosas, dejé algo de propina y me dispuse a salir del lugar, escuché un ruido de arrastre y vi que la del pañuelo ya no hablaba por teléfono pero no le importó llevarse por delante a la chica apática y despertarla. Bueno, eso es una manera de decir. En la puerta me llevó por delante a mi, al parecer quería salir rápido y me empujó. No me gustó nada, intenté decírselo pero creo que nunca me escuchó, ni me miró, nunca nada.
Por suerte ya estaba afuera. Yo sólo quería distraerme un rato y sin embargo arrastro el cuerpo como si pesara toneladas, como si recién hubiese salido del mar arrastrando mar y ropa, todo conmigo.
Era cuestión de secarse al sol, caminar un poco y secarse.
O recostarse en la plaza a mirar algunas nubes con formas de gatos o lunas o manos...