domingo, 7 de junio de 2009

EL GRITO MUDO Y EL SILENCIO QUE ATORMENTA

Estoy sentada, con la cabeza apoyada en mi brazo derecho, sobre la mesa y con los ojos cerrados. Me duele la cabeza, pero el dolor no es fijo -y por qué habría de serlo-. Se traslada de un lado hacia otro (por supuesto deliberadamente, y cacheteándome el cerebro sin piedad). Tengo la mano dormida y el brazo no correrá con mayor fortuna. Ninguna parte de mi cuerpo se mueve, y no creo tener la voluntad para que ésto suceda. Soy consciente de mi existencia gracias a los pobres sonidos que vienen desde afuera. Creo que sigue lloviendo, hace ya como dos horas (¿dos horas?). La sensación de no ser capaz de moverme, de no poder cambiar de estado, se prolonga hacia las pocas situaciones que percibo. No necesito levantar la cabeza para ver la lluvia.
Recuerdo el verde mojado, no hay nada mas violento que lo inevitable.
Ahora mis extremidades son ajenas a mi cuerpo, siento en mis piernas el peso de una parte
mía que no tengo. Sé que si mis entrañas me impulsaran a incorporarme, lo haría, aunque no estoy tan segura. Tal vez sea una enfermedad. Una línea impuesta y divisoria entre mi cerebro y todo mi organismo. Sospecho que si sintiera algún dolor, me movería, por reflejo, aunque tal vez, en este mismo momento mi cuerpo siente dolor y mi cerebro no lo registra...
Por un momento, siento la
tentación de moverme, pero eso sería una irresponsabilidad literaria, y también... muy violento.
Voy a dejar que todo siga su curso natural (ésa palabra...) , sólo tengo exigencias mentales.
Ya
perdí la noción del tiempo.
En mi cabeza tengo
imágenes sucesivas y veloces, rostros de la sociedad burguesa y sus fiestas, y sus viajes a la mítica isla griega Citerea, la indiferencia de la mirada de la Infanta Margarita... y aquel espejo acusante, ese aire hastiado, compartido por el espíritu de los muertos de Gaugain.
Todos ellos instalan en mi un sentido de la violencia muy exquisito, la violencia de lo
inmóvil. También recuerdo aquel axolotl, al que le tuve tanto miedo de chica, un miedo premonitorio, el miedo de que tal vez no se cumpla... que sea una auto-sentencia fallida, y finalmente, no me vuelva parte del paisaje que recuerdo, ni del verde, ni de la lluvia, ni de las miradas en las que afanosamente ambiciono permanecer.
(Ni en el azul de su risa que
todavía resuena como hielitos en un vaso vacío...)
No puedo dejar de pensar en esa
transformación, en la conversión. Y dudo de mi condición, de mi sinécdoque, incluso de mi aparente quietud.
Me la
tendré que aguantar, tal vez, esto no sea más que la satisfacción de un deseo antiguo. Nada peor que los deseos a destiempo.
Y pienso que me hubiera venido bien aprender un poco más de
biología, de genética, de física, de esas circunstancias en las que se gestan las maniobras naturales, tan naturales como arbitrarias, perversas. Me hubiese gustado saber el punto en donde estas exigencias mentales se cruzan, se encuentran, se entreveran, y se confunden con esos condicionamientos naturales, o mejor dicho... violentos.
Tengo miedo de moverme, no sé si
saldré volando, nadando, o podré erguirme para seguir camino.
El concepto de violencia me erosiona el
corazón y habita contínuamente conmigo
Otra vez, ahora... el cielo gris, el verde mojado del
pasto, la lluvia incesante, y su risa como hielitos en un vaso vacío.
Que violentos son los pensamientos. Casi nunca piden
aprobación.

Mina. 10/08/04

1 comentario:

  1. Uff... qué agotamiento... necesitaría una docena de termos y una tarde entera... Yo también dudo de mi sinécdoque.

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